Latinobarómetro destaca en 2017 que 56% de los mexicanos sienten decepción o desencanto con la democracia y nueve (9) de cada diez (10) o 90% ya no cree en los partidos o la “clase política”. No obstante, esa clase política mexicana se comporta como si el resultado de su gestión fuera positiva, y los privilegios de que disfruta, merecidos, y mantiene como divisa la frase atribuida hace decenios a Carlos Hank González: “Un político pobre es un pobre político”.
Para juzgar a una clase política puede haber muchos puntos de partida: sus logros, sus fracasos, sus códigos éticos, los medios empleados para llegar al poder y sostenerse en el mismo, las biografías, su legado, etcétera. Sin embargo, hay un indicador particularmente revelador y relativamente fácil de observar: su forma cotidiana de vida.
Para ponerle cascabel al gato, le recomiendo a usted, buscar la edición del 17 de abril de 2011, del periódico español El País, en la que se publicó la entrevista que Soledad Gallego Díaz le hizo al entonces presidente de Uruguay, Don José Mújica. Vale la pena reflexionar en torno al contenido de la conversación.
El expresidente uruguayo fue en otro tiempo guerrillero tupamaru, cayó prisionero cuatro (4) veces, fue herido y torturado, y finalmente quedó preso en calidad de “rehén”; es decir, de alguien que sería ejecutado si sus camaradas volvían a llevar a cabo acciones armadas. En total, Pepe Mújica pasó casi quince (15) de sus 76 años (de aquel entonces) preso. Fue una prisión particularmente cruel y que duró entre la toma del poder por los militares en 1973 y las elecciones de 1984. Su esposa, la senadora Lucía Topolansky, también fue guerrillera presa y torturada.
Tres cosas resaltaron durante la gestión de quien fue cabeza de la clase política uruguaya. En primer lugar, su negativa en apoyar como presidente, y en aras de la unidad nacional, la derogación por el Senado de la Ley de 1986 que impidió (hasta la fecha) llevar a juicio a los torturadores –de la época de la dictadura militar-. La segunda es que para resolver el problema de la inseguridad de la delincuencia, no se concentró en el castigo –por ejemplo, se opuso a disminuir la edad en que se puede tratar al delincuente como si fuera un adulto-, y en varias medidas de carácter social y educativo copiando inclusive el modelo adoptado por Lula Da Silva, en Brasil. El tercer punto, que para mi gusto es lo más destacado, es el modo mismo de la vida del presidente uruguayo, que puede resumirse así: predicar con el ejemplo.
La entrevista no tuvo lugar en un palacio o en una casa presidencial, sino en la pequeña granja, donde el presidente y su esposa viven desde hace veintisiete (27) años. Esa pequeña propiedad cuenta con una vivienda que de tan reducida es mínima: apenas 45m2, y mientras tenía lugar la entrevista la senadora “primera dama” se dedicaba a arreglar sobre la mesa de la cocina la ropa que acababa de descolgar del tendedor.
Sobre decirlo. Uruguay es un país pequeño, de apenas tres y medio millones de habitantes, pero su ingreso per-cápita ajustado al poder de compra no es diferente al de México. Ahora bien, si el ingreso promedio de ambos países es similar, lo diametralmente opuesto son las actitudes presidenciales frente al poder. El elector mexicano no tiene más que imaginar la calidad de vida que se goza en los Pinos, en casa de Salinas de Gortari; en el rancho de Vicente Fox, en la casa de Pedregal de San Ángel construida para Ernesto Zedillo por su hijo o en la tristemente célebre Colina del Perro de López Portillo, para contrastar no solo la bonanza material de las clases políticas de Uruguay y México, sino también su respectiva visión del mundo y, sobre todo, sus formas de relación con los gobernados.
El concepto de clase política abarca a quienes ocupan puestos de elección y a la alta burocracia, pero además a la cúpula empresarial a “los que mandan” desde el dinero. Dentro de las reglas de una economía de mercado, los empresarios no tienen por qué solidarizarse con el grueso de sus coterráneos y vivir modestamente (aunque aquellos cuya fortuna está asentada en monopolios harían bien en ser frugales para no despertar resentimientos justificados). En contraste, los políticos profesionales, los que viven de la política, es decir, del erario, sí están obligados a hacer patente no sólo su honestidad, sino un modo de vida que no difiera mucho del dominante en el país.
Las cifras uruguayas citadas por Mújica ponen el número de indigentes en alrededor del 1% de la población, lo cual contrasta con las estadísticas mexicanas, donde, de acuerdo con el CONEVAL, 44.2% de la población vive en “pobreza multidimensional extrema”. Así pues, resulta que en un país con pocos pobres la forma de vida del líder de la clase política, un hombre de izquierda es casi espartana. En contraste, en México, donde la pobreza campea, sus dirigentes, más o menos identificados con la derecha desde hace más de setenta años, están acostumbrados a vivir en formas donde la distancia entre gobernantes y gobernados recuerda los despotismos coloniales.
El vivir, y muy bien, de la política, explica en gran medida la ferocidad de las pugnas internas de la clase política mexicana, a pesar de que las diferencias ideológicas son insignificantes; se lucha por el puesto, no por el proyecto. La gran distancia en la condiciones de vida entre la base ciudadana y la cúpula dirigente pone de manifiesto el resultado de esas encuestas de opinión donde la confianza ciudadana en el presidente, diputados, senadores, partidos políticos, sindicatos, policías y bancos se encuentren en la mitad inferior de la estructura institucional evaluada.
Nota al pie. La legitimidad de un gobierno y de un sistema político depende de un conjunto complejo de factores, pero no hay duda de que uno de ellos es la percepción que el ciudadano promedio tiene de las formas de vida de quienes manejan y dan sentido a la estructura de poder. Una clase política que comparte la manera en que las mayorías enfrentan la vida cotidiana tiene mayor autoridad moral y legitimidad en el ejercicio de su poder que aquellos que sistemáticamente toman distancia. El caso de Pepe Mújica, es emblemático.
@leon_alvarez