A unos pasos de donde murió Salvador Allende durante el golpe de Estado en el Palacio de La Moneda en 1973, el presidente Andrés Manuel López Obrador condenó: “él no merecía ser tratado de esa manera; aquel fue un crimen horrendo (…) la traición de Augusto Pinochet fue abominable, es una mancha que no se borra ni con toda el agua de los océanos”.
Acompañado del presidente Gabriel Boric, su anfitrión, y con quien tuvo también un encuentro privado en el marco de su visita oficial a Chile, López Obrador exaltó aquí, como lo ha hecho numerosas veces, la figura de Allende. El malhadado mandatario –dijo– aún gobierna con su ejemplo. Es el personaje extranjero que “más admiro, que más sentimientos me genera. Un humanista, un hombre bueno, víctima de canallas”.
En consonancia con las afinidades ideológicas que los vinculan, agobiado por una derecha radicalizada en el proceso de elaborar una nueva Constitución, Boric también recurrió a esa remembranza histórica: “¡imaginen el 11 de septiembre de 1973! A la embajada mexicana poco a poco comienzan a llegar desesperadamente militantes, obreros, gente que busca refugio, y donde un embajador valiente, de nombre Gonzalo (Martínez Corbalá), si no mal recuerdo, recibe –tanto en su residencia como en la embajada– a cientos de chilenos”.
La Jornada