Autorretrato de un demonio: la serie secreta de Marcial Maciel

Tengo una joya en mis manos: una serie de televisión que estelarizó Marcial Maciel unos años antes de morir. Los Legionarios de Cristo la grabaron entre los años 2002 y 2003, retratándolo como un héroe de la fe y, ocasionalmente, como una víctima de calumnias y malentendidos que se denunciaban en la prensa. Para cuando se produjo esta serie, el mundo ya sabía que Maciel era un pederasta que había abusado de niños y adolescentes que estaban a su cuidado. Sin embargo, Nuestro Padre, como solían llamarlo, y su corte de fieles asumían que todavía era posible sostener aquel mito de que era un santo en vida, de que los testimonios de sus delitos eran una mera conspiración contra la Iglesia católica.

Los Legionarios de Cristo grabaron diecinueve capítulos, de entre diecisiete y veintiséis minutos de duración, en los que Maciel es el protagonista. La serie cuenta su vida desde su nacimiento en 1920 hasta 1950, cuando se establece en Roma con sus jóvenes seminaristas. No me detendré en cada uno de estos episodios, de los que tengo transcripciones fieles y detalladas: las falsificaciones y omisiones exceden los alcances de esta nota. Me centraré, en cambio, en describir las contradicciones más evidentes entre el mito y la historia que se ha contado del fundador de los Legionarios de Cristo, que se narra en esta serie que nunca vio la luz. La congregación terminaría enlatando el que hubiera sido el proyecto televisivo más importante de su fundador.

Maciel promovió la castidad, se hizo pasar por santo y construyó una organización sectaria que controlaba cada hora de la vida de sus integrantes. Al mismo tiempo, abusaba de menores de edad, tenía esposas e hijos y corrompía a obispos y cardenales. Todo mientras se daba la gran vida en los mejores hoteles de Estados Unidos y Europa. La divisa de su organización religiosa era instaurar el reino de Cristo en la tierra. En cambio, Maciel se construyó su propio imperio, que llegó a estar valuado en veinticinco mil millones de dólares, entre colegios privados, bienes raíces e inversiones en paraísos fiscales. Descubrió un mecanismo que lo mantuvo a flote durante décadas: hacerse la víctima. A sus seminaristas les pedía aliviarle sus “grandes dolores” con masajes genitales. Esas conductas llegaron a oídos del Vaticano a fines de los años cuarenta. Desde entonces se dijo víctima de conspiraciones y envidias. No en contra suya, en contra del plan de Dios.

En 1997, un grupo de ocho exlegionarios denunció a Maciel como pederasta. Los ocho denunciantes fueron Félix Alarcón, José Antonio Pérez Olvera, Fernando Pérez Olvera, Juan José Vaca, Saúl Barrales, Alejandro Espinosa, Arturo Jurado y José Barba. Lo hicieron ante un diario de Estados Unidos y después ante un pequeño canal de la televisión mexicana. Conservo en mi recuerdo la conmoción que provocó la escena: hombres maduros contando el abuso a sus cuerpos adolescentes ocurrido cuarenta o cincuenta años atrás. Escribo estas líneas para refrescar la historia que sacudió a mi generación y que ahora apenas se recuerda. El olvido abona la tierra de la impunidad. Porque Maciel no actuó solo: otros legionarios, jerarcas católicos, líderes políticos y magnates lo protegieron a pesar de las denuncias de las víctimas.

Gatopardo