Boric y los desafíos de la historia

Cuando Gabriel Boric, con apenas 36 años a cuestas, juró el viernes 11 de marzo como el presidente más joven de la historia de Chile, se vio de inmediato frente al desafío de remediar en los próximos cuatro años el problema más vetusto y antiguo que arrastra esta nación andina desde antes de su independencia en 1810.

En efecto, ya en 1796, José Cos de Iriberri, comerciante chileno, elogió “la opulencia y riqueza” de la tierra, pasando a lamentarse: “Quién pensaría que en medio de tal abundancia habría una población escasa gimiendo bajo el pesado yugo de la pobreza, la miseria y el vicio”. Por supuesto, el fantasma de Iriberri (que habitaba una provincia española de menos de 1 millón de almas), no reconocería el Chile contemporáneo, una nación de 20 millones de personas, gimiendo bajo el yugo de problemas típicos, más bien, del siglo 21. Y, sin embargo, Iriberri advertiría también que la desigualdad, la injusticia y la corrupción continúan perturbando persistentemente a su tierra natal, aunque, de resucitar, quizás abrigara de pronto la esperanza de que esta situación desastrosa pudiera estar llegando a su fin.

Boric fue elegido porque encarnaba un vasto movimiento de ciudadanos que colmaron las calles en octubre de 2019 exigiendo un nuevo sistema político, un conjunto diferente de prioridades económicas y, sobre todo, dignidad para los desfavorecidos, una serie de medidas drásticas que, de ser llevadas a cabo, podrían dentro de poco invalidar un juicio tan melancólico como el de Iriberri.

El éxito de la tajante agenda de Boric dependerá de varios factores. Ante todo, en un país atormentado por la pandemia y el malestar social, tendrá que aumentar los impuestos a los superricos y a las grandes corporaciones, especialmente en el sector minero, para financiar reformas indispensables en salud, educación, planes de pensiones, un salario mínimo más alto, políticas ecológicas agresivas, así como el empoderamiento de las mujeres y la gobernanza regional. Para obtener estos ingresos la administración de Boric tiene que negociar con un Congreso donde su coalición está en franca minoría. Moderar algunos de los objetivos más ambiciosos podría conducir a algunos acomodos, pero también es probable que decepcione y movilice a muchos de sus agitados seguidores que votaron por un líder que prometió enterrar el neoliberalismo y sus descontentos. De todas maneras, cualquier acuerdo que se alcance obligará a muchos meses de legislación, compromisos y presión desde la calle.

Una segunda serie de circunstancias precisa atención inmediata. Una crisis migratoria en el extremo norte del país, invadido por trabajadores indocumentados de toda América Latina, ha sembrado un tóxico sentimiento antimigrante que incitó a camioneros a que bloquearan rutas vitales, una acción que, de repetirse, podría paralizar áreas significativas de la economía. La propia postura de Boric de dar la bienvenida a sus hermanos y hermanas latinoamericanos se verá, entonces, puesto pronto a prueba. En el sur del país, las justas exigencias reivindicativas de pueblos originarios largamente despreciados y expoliados han abierto un terreno fértil para una creciente violencia. El nuevo presidente está decidido a rechazar la militarización que instaló su predecesor, el inepto derechista Sebastián Piñera, y estrenar un diálogo sereno con todas las partes, pero los acontecimientos sobre el terreno pueden constreñir su margen de maniobra. ¿Y cómo reformar a fondo una fuerza policial recalcitrante que ha brutalizado sistemáticamente a jóvenes y pobres y rebeldes, justo en una coyuntura en que se acrecienta la delincuencia y el narcotráfico?

El mayor desafío para la administración entrante, sin embargo, es la Convención Constitucional que fue creada para canalizar las demandas de los insurrectos y que en estos mismos momentos está escribiendo una nueva Carta Magna para reemplazar la que, fraudulentamente impuesta por Augusto Pinochet en 1980, había bloqueado las mismas reformas que Boric ahora quiere instituir. Aunque la mayoría de los delegados (los conservadores sólo tienen 37 de los 154 miembros de la convención) comparte las convicciones de Boric (ecológicas, feministas, igualitarias, profundamente participativas, con gran respeto por las creencias indígenas y el rol de las regiones), hay signos de tensión entre un gobierno que tiene que lidiar con las complicaciones cotidianas de la gente común y llegar a convenios con los adversarios, y muchos convencionales que sueñan con una patria completamente libre de explotación, donde la naturaleza reina en forma suprema y el multiculturalismo triunfa. Lo único que Boric no puede permitirse es que los votantes, en un referéndum en septiembre, rechacen la nueva Constitución, una posibilidad que, por ahora, es poco verosímil, pero que, con pujantes fuerzas reaccionarias saboteando la convención, podría conducir a un resultado que dejaría al nuevo gobierno atado a viejas leyes que, en el pasado, atascaron importantes alteraciones al statu quo.

A pesar de todas estas acechanzas y dilemas en el horizonte, el futuro me parece promisorio.

Hace 32 años, el 11 de marzo de 1990, fui un invitado oficial a la toma de posesión del presidente Patricio Aylwin después de 17 años de terror dictatorial. Para esa transmisión del mando, conocía personalmente a todos los miembros del gabinete de Aylwin, así como a los jefes del Senado y la Cámara de Diputados. Me complace anunciar que no me he topado nunca con ni uno de los ministros y ministras de Boric (¡es un gabinete paritario, el de Aylwin consistía sólo de hombres!), aunque sí he conocido de cerca a algunos de sus padres y abuelos.

Esta es una prueba rotunda y maravillosa de un verdadero cambio de guardia. Parece que ha llegado el momento de que esta multitud de jóvenes tan talentosos como el carismático y tatuado Boric –¡que no usa corbata!–, por fin arremeta con alegría y desparpajo contra la situación que devasta nuestra desafortunada patria desde hace tanto tiempo. No se trata simplemente de que asuman el poder con el respaldo de una ciudadanía ardiente dispuesta a rebelarse con aún más vehemencia si no hay respuesta a sus necesidades, sino que esos jóvenes políticos forman parte del resurgimiento de una nueva izquierda en toda América Latina, con posibles victorias en Brasil y Colombia en las postrimerías de este año, que confirmarían esa tendencia.

Proceso