De Calderón a Xóchitl

«Felipe Calderón entró a la Cámara de Diputados por la puerta trasera. No todos lo recuerdan; muchos sí. Antes, en las primeras horas del 1 de diciembre de 2006, había asumido el control de las Fuerzas Armadas y de la Policía Federal y, según diría después en una entrevista, estaba dispuesto a usarlos contra sus opositores. Claro, los que le gritaban “espurio” eran odiadores. Y claro, los legisladores que lo recibían con rechifla habían sido burlados por él, con esa entrada vergonzosa, y lo celebraba.

Así empezaba un sexenio imposible de borrar. Un sexenio donde una escena de horror más brutal sepultaba a la anterior. Del fraude electoral transitamos a la guerra fratricida. Televisa y TV Azteca transmitieron telenovelas mientras el país se iba al abismo. Pero el diablo no estaba en la Residencia Oficial: el diablo eran los otros: los que marchaban, los que protestaban, los que reclamaban un país para todos; los que se habían organizado en resistencia; los que empujaban desde afuera las puertas de las oportunidades que se habían cerrado desde adentro.

Calderón brincaba de una chapuza a otra más grande. Había apoyado la creación del Fobaproa como legislador; se había otorgado un crédito de 3.1 millones de pesos de Banobras durante su breve paso por esa institución; había dado contratos a su cuñado, Diego Hildebrando Zavala, cuando fue titular de la Secretaría de Energía. Y luego se apropió de la Presidencia con ayuda de los poderes de facto: autoridades electorales, grupos empresariales, la gran prensa corporativa, banqueros, el PRI y su partido –por supuesto– Acción Nacional. Impuso la narrativa del “fraude patriótico” y del “ladrón bueno”: su filosofía del “haiga sido como haiga sido” fue el aceite que engranó su Presidencia.

Para tratar de borrar su origen ilegítimo, la guerra. El 11 de diciembre de 2006 se pone el traje verde olivo y se lanza con soldados a distintos puntos de Michoacán. México entraba, de la mano de Calderón, a un conflicto armado que continúa hasta hoy. Miles y miles de muertos y desaparecidos; miles y miles de personas perderían su casa, su familia, la vida. Miles y miles dejarían sus pueblos en un desplazamiento forzado por la violencia que no se había visto desde la Revolución de 1910. Un horror más poderoso para tratar de borrar el anterior. Si en la campaña de 2006 se decía contra Mario Marín –es apenas un ejemplo–, nada más se hizo de la Presidencia lo abrazó por objetivos políticos. Si como candidato se ufanaba de tener las manos limpias, como Presidente no tuvo rubor en manchárselas de sangre y represión. Persiguió opositores, aplastó periodistas que le parecieron incómodos. Y metió a prisión a los que denunciaron a su hijo favorito, el que gobernó México con su autorización: Genaro García Luna. De horror en horror»: Alejandro Páez Varela.

Sin Embargo