Jack Kerouac, el adalid máximo, aunque renuente, de la Generación ‘beat’, cumple cien años. Nació el 12 de marzo de 1922 en Lowell, Massachussetts, Estados Unidos, y su influencia se extendió hacia todo el mundo. Hoy sus libros se editan y se leen con fervor en lugares inusitados como Irán, y el centenario se celebra tanto en su ciudad natal, con lecturas, muestras y conferencias, como en Inglaterra, con un especial énfasis en la música. Pero ¿qué tiene de especial este escritor que murió alcohólico a los cuarenta y siete años, cuando todavía gran parte de las personas se encuentran en la flor de la vida?
Norman Mailer, a quien la crítica ha asociado con Kerouac y el resto de los beats, escribió que la prosa estadunidense (y gracias a las traducciones –o a pesar de ellas– mundial) no se recuperaría jamás de lo que Kerouac hizo con ella, aunque no sabemos con certeza si esto es algo positivo. Lo llamó “amante apasionado del lenguaje”, “virtuoso nato”, que “disfruta desafiando las leyes y los convencionalismos de la expresión literaria”. Tal vez lo recordemos mejor por el fino oído que empleó para componer los diálogos de sus personajes.
Para Jack no han sido todas loas y rosas en su camino. En 1958, Norman Podhoretz, en “The Know-Nothing Bohemians” (“Los bohemios ignaros”), reseña publicada en The Partisan Review, criticó ásperamente la recepción de En el camino, considerando que vendió bien porque a los estadunidenses les encantaban los registros sociológicos en la literatura. Podhoretz nota con desagrado la “exuberancia” en la prosa kerouaquiana, y ataca la bohemia que predomina en la novela, al creerla “hostil hacia la civilización; adora el primitivismo, el instinto, la energía…” que eventualmente derivan en “violencia y criminalidad”. Y el crítico sigue, vitriólico, pegándole a Kerouac por usar una y otra vez los mismos adjetivos y por ser un solipsista.
Jack Kerouac escribió prolíficamente en y sobre México. Jorge García-Robles, en Burroughs y Kerouac: dos forasteros perdidos en México (2007), probablemente la biblia para consultar respecto de la relación Kerouac-México, uno aprende, por ejemplo, que Jack viajó en cinco ocasiones al país, y que pasó momentos de éxtasis entre prostitutas y adictos, pero también fue víctima de lúmpenes aprovechadores, como si tuviera que expiar de esa manera algún tipo de culpa. Y escribió, nunca dejó de escribir, incluso en momentos de zozobra.
En “Campesino mexicano”, de Viajero solitario, nuestro poeta compone una crónica mexicana que empieza y termina con la mención de una iglesia católica. Este dato no es menor, y volveré a esto más adelante.
Feliz de haber cruzado la frontera, Kerouac se encuentra en “Tierra Pura”, en donde reina un sentimiento “sencillo y rural acerca de la vida, esa alegría inmemorial de gente ajena a los grandes problemas de la cultura y la civilización”, que se encuentra en otros sitios de Latinoamérica o África. El aparente subdesarrollo, para Kerouac, es síntoma de una vida más paradisíaca, menos constreñida por la maquinal previsibilidad de la cultura esatdunidense. Nuestro cronista fuma ingentes cantidades de marihuana, rociadas con opio, en un México que “suele ser manso y amable”, conoce a Enrique, un ocasional amigo del camino que le explica “la magnificencia épica de su tierra”, quiere aprender español, se encuentra con un “Rey Indio” que hace las veces de chamán, entra con Enrique a una iglesia y se sorprende de que ambos sean católicos, y asiste a una corrida de toros. Kerouac no fue vegetariano o vegano, pero el espectáculo le revuelve el espíritu: llama al torero “asesino de animales”–una descripción más acorde a nuestros tiempos que la narración más bien laudatoria que Hemingway había hecho del asunto en Muerte en la tarde.
En su último día en Ciudad de México, Kerouac entra en otra iglesia. Compara la belleza de la estatua del Jesús crucificado con el rostro de Robert Mitchum, reflexiona sobre el papel de los conquistadores españoles en detener el sacrificio humano de los aztecas, y exalta la crucifixión: “¡La Victoria de Cristo! Victoria sobre la locura, sobre la plaga del género humano. ‘¡Hay que matar!’ gritan todavía en el box, en las peleas de gallo, en las corridas de toros… las peleas callejeras, las batallas campales, los combates aéreos y las disputas verbales.” Este es el mejor Kerouac, el cordero de la no-violencia, no el lobo beatnik que los medios se encargaron de crear. A Jack el asunto de la crueldad y la sangre no lo excita. Su reflexión final es simple, mas no por eso superficial: “La felicidad consiste en comprender que todo es un sueño extenso y extraño.”