Durante cientos de años todo el mundo supo que la Tierra, los planetas y todas las estrellas del universo estaban en continuo movimiento. Sin embargo Isaac Newton sugirió que el universo en sí mismo estaba en reposo; lo concebía como un enorme volumen sin movimiento relleno con una sustancia invisible, quieta e indetectable: el éter, el nombre que dio Aristóteles al quinto elemento. Newton también entendía el tiempo como algo totalmente separado del espacio y que constaba de puntos de una línea interminable. De este modo, dos eventos cualquiera o eran simultáneos o sucedían uno detrás de otro en esa línea imaginaria. Ese espacio y tiempo absolutos de Newton parecían tan obvios que nadie los puso en duda hasta el siglo XX.
Por otro lado, cuando en el siglo XIX la teoría ondulatoria de la luz fue totalmente aceptada gracias al trabajo de Maxwell, a los científicos de entonces les parecía que, por el hecho de ser una onda, necesitaba de un medio material para propagarse. Pero debía ser una materia muy sutil -pues no se podía detectar- y a la vez muy densa -para que la luz pudiera propagarse-: el éter.
Ahora bien, suponiendo que la luz viajaba por el éter a velocidad constante, los norteamericanos Albert Michelson y Edwars Morley decidieron medir la velocidad relativa de la Tierra a través del éter. El razonamiento de estos físicos fue el siguiente: la distancia recorrida por un haz de luz que viajara en la dirección de movimiento de la Tierra y luego, tras ser reflejada en un espejo, volviera por el mismo camino, sería diferente a otro haz que hiciera lo mismo pero en dirección perpendicular. Para comprobar esta hipótesis diseñaron un ingenioso instrumento, un interferómetro, que dividía un haz de luz en dos, de forma que una mitad viajaba en una dirección y la otra en dirección perpendicular. De este modo, después de que cada haz de luz realizase su camino de ida y vuelta, nos encontraríamos con que al regresar al interferómetro habrían recorrido distancias diferentes y éste mediría esa diferencia de camino. Pero después de muchos intentos, Michelson y Morley fueron incapaces de medir esa diferencia. Así que en 1887 concluyeron que la luz recorría la misma distancia en ambos brazos del interferómetro. La pregunta que quedaba en el aire era, ¿qué significaba eso?.
En 1902 el matemático francés Henri Poincaré afirmó que el experimento no midió lo que se pretendía medir por una cuestión fundamental: los axiomas de la geometría euclídea -aquella que todos conocemos de nuestros tiempos de escuela- no eran un reflejo del mundo en que vivimos sino meros convencionalismos. O dicho de otro modo, que la geometría euclídea no es necesariamente cierta sino que, aunque contiene axiomas útiles para la mayoría de las situaciones cotidianas que vivimos, no sirve para describir el mundo en su totalidad. Por eso el resultado negativo del experimento de Michelson-Morley indicaba que la ciencia necesitaba de una nueva geometría.
Así estaban las cosas en 1905 cuando un joven físico alemán, Albert Einstein, propuso una nueva teoría que explicaba los resultados negativos del experimento de Michelson-Morley y ampliaba la intuición de Poincaré. Era el resultado de una larga reflexión que comenzó cuando tenía 16 años y se preguntó cómo se vería el mundo sentado en un rayo de luz. Para responder a su pregunta Einstein hizo dos suposiciones acerca del mundo: la primera, que la velocidad de la luz en el vacío era siempre la misma, independientemente del movimiento relativo de la fuente de luz respecto al observador. Una premisa que contradecía lo que siempre se había creído y que recibía el nombre del principio de relatividad de Galileo: si vamos en un tren a 60 km/h y tiramos una pelotra en la dirección del movimiento del tren a 20 km/h, cualquier observador que estuviera quieto en la estación vería la pelota moverse a 60+20 = 80 km/h. Pues bien, Einstein dijo que esto no valía para la luz; daba igual la velocidad a la que se moviera el tren, tanto dentro como fuera cualquier observador vería que la luz viaja a 300 000 km/s. La segunda, conocida como el principio de la relatividad, nos dice que es imposible saber por ningún tipo de experimento mecánico o electromagnético si estamos en reposo o en movimiento a velocidad constante.
Con estas dos premisas Einstein dedujo una serie de consecuencias que iban a revolucionar la física: si un objeto viaja a velocidades cercanas a la velocidad de la luz el tiempo se dilatará, la longitud del objeto se contraerá, y su masa se incrementará.
Pero Einstein no vino a derrocar a las leyes de Newton, sino a generalizarlas. Así, la física newtoniana sigue siendo válida cuando observamos cualquier cosa en la escala humana (desde el tamaño de una molécula al del Sistema Solar y cuando nos movemos a velocidades muy por debajo a la de la luz. Sin embargo, cuando en un evento están implicadas grandes velocidades respecto al sistema de referencia del observador (tal como sucede cuando observamos eventos en el mundo subatómico o a escala intergaláctica) las leyes de Newton dejan de aplicarse y debemos tener en cuenta las de Einstein. El experimento de Michelson-Morley había sido un fracaso -al menos para muchos- porque no existe un espacio absoluto -ni un éter en reposo- con respecto al cual podamos definir la velocidad de un cuerpo. Toda velocidad depende de cómo se mueve es objeto respecto a un observador.
La consecuencia de más famosa de la teoría de Einstein es que debemos ver la masa como una forma muy densa de energía: eso es lo que dice la famosa fórmula E = mc2, donde E es la energía, m la masa y c la velocidad de la luz. El cuadrado de la velocidad de la luz es un número enorme, así que cualquier masa, por muy pequeña que sea -como la de una mota de polvo- encierra una gran cantidad de energía. En nuestra vida cotidiana cualquier ganancia o pérdida de masa es tan pequeña que prácticamente pasa desapercibida. Este hecho es lo que hizo que tanto Lavoisier -que enunció el principio de conservación de la masa- como Helmholtz -que hizo lo propio con la energía – pudieran considerar la masa y la energía como fenómenos separados. Pero una vez que los científicos empezaron a estudiar la radiactividad, la relación entre la pérdida de masa y la producción de energía no se pudo pasar por alto porque, en el reino subatómico, se produce una gran cantidad de energía a partir de una cantidad ínfima de masa, como descubrió Pierre Curie, y esa cantidad mínima de masa es medible. Así, una vez que Einstein extendió su teoría para incluir la recién descubierta relación entre la masa y la energía en el mundo subatómico, la vieja separación de las leyes de conservación se subsumieron bajo una y más general ley de conservación de la masa y la energía.
Pero aún quedaba un cambio conceptual más. En 1907 el físico alemán de origen ruso Hermann Minkowski demostró que la teoría de la relatividad significaba que el espacio y el tiempo no existían de forma independiente sino que debían unirse bajo un único concepto, el espacio-tiempo. Minkowski también sugirió que la manera de describir los eventos que sucedían en nuestro universo era usando una geometría cuatridimensional, las tres dimensiones espaciales y el tiempo. Mientras, Einstein estaba intentando generalizar su teoría de la relatividad de 1905, llamada ‘especial’ porque consideraba solo objetos moviéndose a velocidad constante, para aplicarla a objetos sujetos a la aceleración de la gravedad. A Einstein le gustó la idea de Minkowski y adoptó la noción de espacio-tiempo.
Muy Interesante