Escribiré para vengar a mi raza: Annie Ernaux en la recepción del premio Nobel de Literatura 2022

El 7 de diciembre se celebró en Estocolmo, Suecia, la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura 2022, concedido a la escritora francesa Annie Ernaux.

En su discurso de recepción, Ernaux realizó un recorrido a la vez íntimo e iluminador sobre los motivos, dudas, interrogantes, principios y hallazgos que encontró desde el momento en que escribir se le reveló como un camino de vida, hasta las maneras en que dicha labor fue desarrollándose, poco a poco, página tras página, libro tras libro.

El discurso es en cierta medida un homenaje no sólo a los dones que la escritura le ofreció, sino también a las personas que directa o indirectamente han nutrido su labor como escritora y a quienes ha buscado incorporar a la literatura de una manera genuina, honesta y respetuosa (en el sentido más etimológico de la palabra respeto).

Ensegudia compartimos un fracmento de la traducción del discurso de Annie Ernaux, pronunciado originalmente en el francés nativo de la escritora, tomado del sitio web de los Premios Nobel y del cual hasta ahora sólo se han dado a conocer sus versiones oficiales en sueco y en inglés.


¿Por dónde empezar? Me he hecho esta pregunta decenas de veces delante de la página en blanco. Como si tuviera que encontrar la frase, la única, que me permitiera empezar a escribir el libro y barrer con mis dudas de golpe. Una especie de llave. Hoy, para afrontar una situación que, tras el estupor del acontecimiento –»¿de verdad me está pasando esto a mí?– mi imaginación me presenta con un miedo creciente, es la misma necesidad la que me abruma. Encontrar la frase que me dé la libertad y la firmeza para hablar sin temblar, en este lugar donde me han invitado esta noche.

Esa frase, no necesito buscarla muy lejos. Surge. En toda su nitidez, su violencia. Lapidaria. Irrefragable. La escribí hace sesenta años en mi diario íntimo. «Escribiré para vengar a mi raza». Se hacía eco del grito de Rimbaud: «Soy de raza inferior por toda la eternidad».* Tenía 22 años. Era estudiante de literatura en una universidad de provincia, entre chicas y chicos, muchos de ellos de la burguesía local. Orgullosa e ingenuamente pensé que escribir libros, convertirme en escritora, al final de una estirpe de campesinos sin tierra, obreros y pequeños comerciantes, gente despreciada por sus modales, su acento, su falta de cultura, bastaría para reparar la injusticia social congénita. Que una victoria individual borraría siglos de dominación y pobreza, una ilusión que la escuela ya había fomentado en mí con mis logros académicos. ¿En qué medida mi realización personal podría haber redimido lo que fuera de las humillaciones y ofensas sufridas? No me hacía esa pregunta. Tenía algunas excusas. Desde que sabía leer, los libros habían sido mis compañeros, la lectura mi ocupación natural fuera de la escuela. Este gusto fue alimentado por una madre, ella misma ávida lectora de novelas entre cliente y cliente de su tienda, que prefería que yo leyera a que cosiera y tejiera. El elevado costo de los libros, la suspicacia de la que eran objeto en mi colegio religioso, los hacía aún más deseables para mí. Don Quijote, Los viajes de Gulliver, Jane Eyre, los cuentos de Grimm y Andersen, David Copperfield, Lo que el viento se llevó, más tarde Los miserables, Las uvas de la ira, La náusea, El extranjero: fue el azar, más que las prescripciones de la escuela, lo que determinó mis lecturas.

La elección de estudiar Literatura había sido la elección de permanecer en la literatura, convertida en lo más valioso frente a todos los demás, una forma de vida con la cual podía lanzarme al interior de una novela de Flaubert o de Virginia Woolf y vivirlas literalmente. Una especie de continente que oponía inconscientemente a mi entorno social. Y yo sólo veía en la escritura la posibilidad de transfigurar la realidad.

No fue el rechazo de una primera novela por dos o tres editoriales –una novela cuyo único mérito era la búsqueda de una nueva forma– lo que amedrentó mi deseo y mi orgullo. Estas fueron situaciones de la vida en las que ser mujer pesó más que ser hombre en una sociedad en la que los roles de género estaban definidos, la anticoncepción estaba prohibida y el aborto era un delito. Como pareja con dos hijos, un trabajo de profesora y la carga del cuidado de la familia, me alejé cada vez más de la escritura y de mi promesa de vengar a mi raza. No podía leer «La parábola de la ley» en El proceso de Kafka sin verla como una figuración de mi destino: morir sin haber atravesado la puerta que estaba hecha sólo para mí, el libro que sólo yo podía escribir.

Pero esto sin contar con el azar privado e histórico. La muerte de un padre que falleció tres días después de mi llegada a su casa de vacaciones, un puesto de profesor en clases donde los alumnos proceden de medios obreros similares a los míos, movimientos de protesta a escala mundial: todos estos elementos me devolvieron por canales imprevistos y sensibles al mundo de mis orígenes, a mi «raza», y dieron a mi deseo de escribir un carácter de urgencia secreta y absoluta. Esta vez, no se trataba de entregarme a la ilusoria «escritura sobre la nada» de mis veinte años, sino de sumergirme en lo indecible de una memoria reprimida y sacar a la luz la forma en que existieron los míos. Escribir para comprender las razones dentro y fuera de mí que me habían alejado de mis orígenes. Ninguna elección de escritura es evidente. Pero los que, como inmigrantes, ya no hablan la lengua de sus padres, y los que, como tránsfugas de su clase social, ya no tienen el mismo idioma, piensan en sí mismos y se expresan con otras palabras, se enfrentan a obstáculos adicionales. Un dilema.

Sienten la dificultad, incluso la imposibilidad, de escribir en la lengua adquirida, dominante, que han aprendido a dominar y que admiran en sus obras literarias, todo lo que se refiere a su mundo de origen, ese primer mundo hecho de sensaciones, de palabras que hablan de la vida cotidiana, del trabajo, del lugar ocupado en la sociedad. Por un lado, está el lenguaje en el que han aprendido a nombrar las cosas, con su brutalidad, con sus silencios, como el del encuentro cara a cara entre una madre y un hijo, por ejemplo, en el bellísimo texto de Albert Camus, «Entre el sí y el no». Por otra parte, los modelos de las obras admiradas, interiorizadas, las que les abrieron el universo primero y a las que se sienten deudores por su elevación, que a menudo consideran incluso como su verdadera patria. En la mía estaban Flaubert, Proust, Virginia Woolf: cuando volví a escribir, no me fueron de ninguna ayuda. Tuve que romper con la «buena escritura», la frase bonita, la que enseñaba a mis alumnos, para extraer, exponer y comprender el desgarro que me recorría. Espontáneamente, fue el choque de un lenguaje portador de cólera y de burla, incluso de grosería, lo que me vino, un lenguaje de exceso, insurgente, a menudo utilizado por los humillados y los ofendidos, como única manera de responder al recuerdo del desprecio, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza.

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