Julian Assange cerró los ojos y respiró lento para imaginar el color azul intenso de la costa de Amalfi, en Italia, el calor del sol, la brisa fresca, todo aquello que no ha podido sentir durante más de 12 años, los últimos tres en la prisión de máxima seguridad de Belmarsh, Inglaterra –acusado de espionaje–, desde donde apela la extradición a Estados Unidos para evitar una condena de prisión de hasta 170 años.
La voz de la periodista italiana Stefania Maurizi le dio ese fragmento de libertad cuando le describió el lugar donde vivía Gore Vidal, el autor de Historia del Estado de seguridad nacional, cuando le obsequió ese libro, el mismo que leía cuando los agentes de la Policía Metropolitana del Reino Unido lo sacaron de la embajada de Ecuador en Inglaterra en abril de 2019.
–¿Por qué cierras los ojos? –le preguntó Maurizi en una de sus decenas de visitas a la embajada, donde al igual que Assange fue víctima de espionaje.
–Quiero recordar cómo es estar cerca del mar, en un lugar abierto, porque ya no me acuerdo –le confesó Assange a la periodista italiana, quien conversa con Proceso, vía zoom, desde Roma.
El fundador de WikiLeaks, organización que en 2010 y 2011 filtró un importante volumen de documentos, principalmente sobre las guerras de Irak y Afganistán, lleva más de 12 años de confinamiento en Inglaterra –Estados Unidos lo acusa de espionaje–, dos en prisión domiciliaria, siete como refugiado en la embajada de Ecuador y los últimos tres en la prisión de Belmarsh, la más dura de Inglaterra, comparada incluso con Guantánamo, donde permanece 23 horas diarias en confinamiento solitario.
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