«Según el cristianismo deberíamos avergonzarnos por el pecado de haber nacido. La mancha original que se nos impone desde la cuna parece surgida de una convicción íntima, pero como nadie tiene una escala de valores morales propia (ninguna colectividad podría tolerarlo), si cometemos algún pecado que nos parece venial, pero pueden acarrearnos el repudio de la gente que más nos importa, la vergüenza inducida exagera su gravedad. Conflictos como ese pueden conducir al arrepentimiento, como quieren los catequistas, o a la reincidencia hipócrita y taimada en la travesura prohibida. Entre ambos extremos fluctúa la mayoría de los pecadores. Defender abiertamente conductas reprobadas por la familia, la religión o el núcleo de amigos es un proceso mucho más arduo, pues implica subvertir preceptos grabados con letras de fuego en el inconsciente.

Regaños del tipo: “Debería darte vergüenza”, intentan restablecer un control social de la conducta que se ha ido relajando hasta casi desaparecer. La lucha interior entre la vergüenza y la desvergüenza es en el fondo una pugna entre el sueño robinsoniano y la dura realidad de la vida comunitaria. El fantasma de la soledad amenaza desde las sombras al individuo empecinado en romper ataduras. El peso de los lazos afectivos determina muchas veces que la oposición a uno mismo —es decir, la neurosis— salga victoriosa en esa batalla, pero un transgresor radical, calificado de egoísta por sus seres queridos, quizá nunca pueda ufanarse de haber tomado la decisión correcta: sólo de haber elegido una neurosis distinta. Podemos argumentar con lucidez que tal o cual pecado mortal es lícito, pero la vergüenza es un sentimiento irreductible a los dictados de la razón, que atormenta incluso a quien más seguro está de haberla vencido»: Enrique Serna.