Oppenheimer y los lugares de la ciencia

Como muchos otros espectadores, el pasado verano vi Oppenheimer, la película de Christopher Nolan basada en el libro de Kai Bird y Martin J. Sherwin Prometeo americano (Premio Pulitzer, 2006). Algunos han criticado su grandilocuencia, habitual en el director, aunque la verdad es que el tema se presta. ¿Cómo contar unos hechos tan dramáticos sin dejarse llevar por el tono apocalíptico? Sería como contar una buena historia de amor sin romanticismo, o una comedia sin humor.

Sin embargo, al margen de sus valores cinematográficos, desde el punto de vista de la historia de la ciencia, la película acierta de pleno en el planteamiento y buena parte de la trama. No ya por el rigor de los detalles relativos a la física del momento y la construcción de la primera bomba atómica, o por ofrecernos los perfiles de Niels Bohr, Werner Heisenberg, Albert Einstein y por descontado un retrato del atormentado, místico e inescrutable Robert Oppeinhemer.

La película acierta porque refleja con profundidad y anchura los lugares de la ciencia, que son muchos y complejos, puesto que la ciencia, contra lo que se contaba hace cincuenta años, no es una actividad inmaterial, alejada de los espacios donde se produce, una actividad intelectual donde algunos genios (casi siempre hombres, blancos y sabios) llegan al eureka tras años de reflexión.

La ciencia se hace con las manos, en las aulas, los hospitales, también en campo abierto y hasta en la Luna. La ciencia circula por redes, se discute en congresos y se publica en revistas. ¿Y qué decir del laboratorio, el lugar de la experimentación por excelencia, ese lugar sellado donde se somete a prueba la naturaleza para derribar el saber establecido, para generar nuevos hechos que pongan en entredicho la palabra escrita, lo que ya sabemos?

La primera mitad de la película gira alrededor del experimento colosal (y terrorífico) que tuvo lugar en Los Álamos, una ciudad creada ex profeso en mitad del desierto de Nuevo México para alojar el Proyecto Manhattan. Es un ciudad-laboratorio, que evoca otras instalaciones donde los científicos viven y trabajan: el observatorio astronómico de Uraniborg, donde Tycho Brahe medía la posición de los cuerpos celestes en el siglo XVI; el Hospital de La Salpêtrière, donde Pinel y Charcot investigaron las enfermedades mentales y neurológicas en el siglo XIX. Y los propios campus universitarios, como Cambridge, el Instituto Tecnológico de California o el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, tres lugares que también salen en la película.

Son espacios autosuficientes, apartados del mundo, entre el convento y las islas, escenarios de tantas aventuras científicas, desde las Galápagos de Darwin a los ensayos nucleares en el atolón Bikini tras la II Guerra Mundial, precisamente.

Allí, en Los Álamos, en medio del experimento de la bomba atómica que pronto se lanzaría en Hiroshima y Nagasaki, salta la pregunta del millón: ¿y si incendiamos la atmósfera y destruimos el mundo?

La ciencia no sólo salva vidas. También altera el medio y puede acabar con todo. Es una película valiente en este sentido porque recuerda dos hechos fundamentales que suelen obviar los apóstoles del progreso y la tecnología:

Que la mayor parte de los esfuerzos científicos a lo largo de la historia se han hecho –como advirtió un ilustrado napolitano, Gaetano Filangieri– para acabar con el mayor número de vidas en el menor tiempo posible.

Que la propia ciencia ocupa un lugar en el mundo lleno de incertidumbre. La vida experimental siempre es una zona de riesgo. Si sabemos el resultado de antemano –según reza el dicho– no es ciencia.

Por descontado, la ciencia está transida de intereses militares, económicos y políticos, lo que no la hace peor, sino humana. Por supuesto, en esos espacios supuestamente aislados lo humano contamina la vida experimental. Como muestra la película, en los laboratorios a menudo hay celos, envidias y egos. A veces, afortunadamente, hay colaboración y amistad. Y casi siempre, mucha pasión.

La segunda parte del largometraje está dedicada a dos juicios. Uno cuando se evaluó a Oppenheimer para dirigir el proyecto, otro cuando se le juzgó retrospectivamente por sus simpatías con el Partido Comunista en medio de la caza de brujas de la era MacCarthy.

De nuevo los intereses gobiernan las razones. Los tribunales son parciales y operan al margen de las pruebas. Si los hechos naturales se registran y construyen en espacios confinados con testigos acreditados que fabrican evidencias en zonas de incertidumbre, ¿qué decir de los hechos históricos?

Hoy día sigue produciéndose un río de literatura especializada que debate sobre las consecuencias y la necesidad de lanzar esas dos bombas atómicas. La historiografía y la ciencia son prácticas de naturaleza polémica, llenas de controversias.

La ciencia ocupa muchos lugares en el mundo. Uno de ellos es un rincón específico del imaginario colectivo desde aquel verano de 1945, un momento trágico y sombrío de la historia, efectivamente. Como extraído del Apocalipsis o de un verso inflamado de John Donne, el poeta metafísico de la era isabelina de quien Oppenheimer obtuvo el nombre del experimento Trinity. The Conversation

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.

El Economista