¿Todopoderosos o marionetas? Los emperadores romanos no eran como en las películas

La figura del emperador romano sigue evocando una serie de imágenes familiares, monumentos e historias (a menudo sórdidas). Estos gobernantes del pasado aparecen en nuestras películas; sus retratos llenan nuestros museos; y las historias de sus guerras, cenas, vida sexual y brutalidad siguen despertando nuestra imaginación y alimentando nuestros temores ante un poder sin límites. Es esta figura -no la de un emperador en particular, sino la del emperador como cargo o incluso como idea- la que constituye la base de Emperador de Roma, el último libro de Mary Beard, entre cuyas obras anteriores se encuentra el popularísimo libro de historia romana SPQR. A lo largo de todo el libro, queda claro que Beard -una condecorada profesora jubilada de Cambridge (y bloguera y presentadora de televisión), que destaca por hacer accesible el mundo antiguo a un público no especializado- está profundamente intrigada por el emperador romano.

Escribir sobre una figura así es potencialmente tenso. Un libro que se centre en el emperador romano incluso como idea podría fácilmente caer en manos de quienes ven en él, y en Roma en general, un ideal, una fantasía a través de la cual fetichizar la conquista y el poder masculinos. A la inversa, centrarse en el emperador, el individuo más rico y elitista del mundo romano, se aparta de la tendencia creciente, y bienvenida, de los historiadores de la Antigüedad a iluminar en su lugar las vidas de quienes se hallan en la periferia de la sociedad romana -mujeres, esclavizados, antiguos esclavizados, extranjeros residentes, trabajadoras del sexo, empresarios y comerciantes- o de quienes se hallan en la periferia del Imperio romano, en lugares como el norte de África o Mesopotamia.

Beard pisa este terreno con cuidado, recurriendo a una rica plétora de testimonios literarios y materiales procedentes tanto del centro como de los confines del mundo romano. El emperador, que no es una fantasía de poder masculino, aparece aquí más como un burócrata sobrecargado de trabajo empeñado en mantener el statu quo que como un general conquistador que somete el mundo a su dominio. Uno de los principales objetivos del libro es profundizar en la “descripción del trabajo” de ser emperador: ¿Qué se esperaba de él y cómo empleaba su tiempo? ¿Cómo reflejan los relatos sobre él las expectativas y preocupaciones romanas respecto al gobierno unipersonal? Como dice Beard, pensar en cómo los romanos “construían la figura del emperador” es una forma eficaz de entrar en su “mundo del pensamiento”.

Quizá lo más interesante sea que el estudio del emperador ilumina de forma sorprendente la vida de los que no pertenecían a la élite. Beard ofrece abundante información sobre la mano de obra de la casa imperial que hacía posible el trabajo del emperador, desde la secretaría (formada en gran parte por “liberti”, término que Beard traduce como “ex esclavos”) que respondía a su correo, hasta los esclavos que le servían la cena, lo peinaban y lo cuidaban de bebé. Muestra cómo la presencia de tales individuos alimentaba las sospechas senatoriales de que el emperador era una especie de marioneta controlada por aquellos sobre los que debía ejercer el poder. Surgen dos visiones opuestas. En una, pintada por la élite masculina, Roma bajo el emperador se convierte en una visión de pesadilla de un mundo patas arriba. En la otra, articulada por cocineros, catadores y nodrizas, las estructuras imperiales ofrecían oportunidades para el desarrollo de nuevas jerarquías y nuevas vías de distinción.

Beard describe un sistema que se improvisó en gran medida con la llegada al poder de Julio César y su heredero Augusto en el siglo I a.C., y que posteriormente se mantuvo más o menos dentro de los mismos parámetros básicos hasta el reinado de Alejandro Severo a mediados del siglo III d.C., periodo en el que se centra el libro. Capítulo a capítulo, analiza tanto la idea como la realidad del gobierno, empezando por el papel clave de la sucesión de un emperador a otro y cómo esto contribuyó a la creación mítica de emperadores “buenos” y “malos”. Nos adentra en el comedor imperial como espacio real e imaginado, en el palacio como símbolo de poder y lugar de administración, y en las estructuras físicas -como el Coliseo- que los emperadores construyeron para exhibir y apuntalar su poder. Vislumbramos cómo los emperadores pasaban su tiempo libre, a menudo junto a sus gobernados, y viajamos con ellos al extranjero, tanto por turismo como por guerra, mientras dejan sus huellas, algunas temporales y otras duraderas, en el paisaje.

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